sábado, 30 de octubre de 2010

Momentos

Por momentos mi amor es blanco y por momentos, negro; calmo y por momentos, tormentoso. A veces es un amanecer y a veces un ocaso.
Son idas y vueltas, son atardeceres y el alba, que sin quererlo te destrozan y te roban la ilusión. Desaparezco en la brisa de cualquier noche veraniega y reaparezco en tus brazos, sin tu alma que no sabe esperar.
Aun tus heridas sangran y yo quisiera poder sanarlas con un beso una flor o una palabra, pero todavía no es el momento. No huyas de mis pasos, no son para perseguirte sino para alcanzarte y recorrer juntos los caminos del destino. Aprende a esperar, y verás como la marea baja; no hay tempestad que sea eterna, ni tristeza que sea inmortal.

Antü.

viernes, 22 de octubre de 2010

La historia del ruido y el silencio

Hubo un tiempo en los tiempos en que el tiempo no se contaba. En ese tiempo los más grandes dioses, los que nacieron el mundo, se estaban caminando como de por sí se caminan los dioses primeros, o sea bailando. En ese tiempo mucho ruido había, por todos lados se escuchaban voces y gritos. Mucho ruido y nada se entendía. Y es que el ruido ése que se había no era para entender nada, sino que era ruido para no entender nada. Creyeron primero los dioses primeros que el ruido era música y baile y rápido tomaron sus parejas y se empezaron a bailarse así, -y el Viejo Antonio se pone de pie e intenta un paso de baile que consiste en balancearse sobre un pie primero y luego sobre el otro. Pero resulta que el ruido no era música ni era baile, era ruido pues, y no se podía bailarse y estarse alegre. Y entonces los dioses más grandes se pararon a escuchar con atención para saber qué quería decir ese ruido que se oía, pero nada que se entendía nada, porque era ruido el ruido, pues.
Y como el ruido no se podía bailar, pues entonces los dioses primeros, los que nacieron el mundo, ya no pudieron caminar porque los dioses primeros caminaban bailando y entonces se detuvieron y muy tristes se estaban sin caminar porque muy caminadores eran estos dioses, los más grandes, los primeros.
Y unos de los dioses trataron de caminarse, o sea bailarse con el ruido ése, pero no se podía y perdían el paso y el camino y se chocaban unos con otros y se caían y se tropezaban con árboles y piedras y mucho se lastimaban estos dioses, -se detiene el Viejo Antonio para volver a encender el cigarro que la lluvia y el ruido le apagaron.
Después del fuego sigue el humo, después del humo sigue la palabra:
Entonces los dioses se buscaron un silencio para orientarse otra vez, pero no lo encontraban por ningún lado al silencio, a saber dónde se había ido el silencio y con razón porque mucho era el ruido que había. Y desesperados se pusieron los dioses más grandes porque no encontraban el silencio para encontrarse el camino y entonces se pusieron de acuerdo en una asamblea de dioses y mucho batallaron para la asamblea que se hicieron porque mucho era el ruidero que se había y por fin acordaron que cada uno buscara un silencio para encontrar el camino y entonces se pusieron contentos por el acuerdo que tomaron pero no muy se notó porque había mucho ruido. Y entonces cada dios comenzó a buscarse un silencio para encontrarse y empezaron a buscar a los lados y nada, y arriba y nada, y abajo y nada, y como ya no había por dónde buscar un silencio pues empezaron a buscarse dentro de ellos mismos y empezaron a mirarse adentro y ahí buscaron un silencio y ahí lo encontraron y ahí se encontraron y ahí encontraron otra vez su camino los más grandes dioses, los que nacieron el mundo, los primeros.
Se calló el Viejo Antonio, la lluvia también. Poco duró el silencio, rápido llegaron los grillos a terminar de romper los últimos trozos de esa noche de febrero hace diez años. Ya amanecía la montaña cuando el Viejo Antonio se despidió con un “Ya vine”. Yo me quedé fumando unos pedacitos de silencio que la madrugada olvidó en las montañas del sureste mexicano.

Subcomandante Marcos.

domingo, 17 de octubre de 2010

Te miro y me veo

Ayer te miraba en la mesa. Estabas apoyada sobre tus manos, mirando la pared, pensativa. Te miré detenidamente durante buen rato. Nunca supe si eras conciente que te miraba. Te miraba a los 3 años mientras cocinabas, a los 6 cuando me dejabas en la escuela en mi primer día de clases; a los 13 cuando me acompañaste a tomar el micro por primera vez y, ahora, te sigo mirando como cuando era un niño.
Estás sentada, recorriendo en tus pupilas tu vida. Como esos recuentos de vivencias que pasan frente a nuestros ojos cuando analizamos nuestros pasos. Recordás tu infancia, tu callecita de tierra, tu vereda. Te acordás de ese árbol viejo que estaba a unos metros de tu casa y del vecino de la esquina. Te acordás del amigo de enfrente, que termino siendo tu gran amor y te acordás de vos sentada en la sombra del viejo árbol.
De pronto te ves en la adolescencia, dejando caer lagrimas tan pesadas y dolorosas como una cruz, y te ves sola y acompañada al mismo tiempo. Recordás esas penas que te marcaron de por vida. Esas cicatrices que sanaron con el tiempo, pero dejaron su huella, con las que aprendiste a ser como sos y valerte por lo que sos.
Luego te ves adulta, y ves tus partos, tus hijos con sus llantos y sus pañales, con su ropa de la escuela y con sus sueños. Ves sus juguetes, y también ves los tuyos.
Y ahora los ves tan grandes; ahora nos ves tan grandes. Seguís sentada en la silla, apoyada sobre la mesa, mirando el horizonte que te da la pared gris. Yo te miro y te veo. Te miro y me veo. Gracias mamá.

Antü

sábado, 9 de octubre de 2010

Los colores de mi hijo

Yo nací en una casa de lo más multicolor. Y no me estoy refiriendo a las paredes, esas eran blancas como cualquier otra casa de Puerto Cabello en los setenta.
Mi casa es multicolor por dentro. Y es que mi mamá es de piel tan clara que sus hermanos la bautizaron “rana platanera”. Y mi papá era de un trigueño agresivo con bigote de charro, sonrisa de Gardel y cabello ensortijado, estirado a plano a pura brillantina. La vejez lo ha desteñido a mi papá. Como si la melanina se acabara con el tiempo. Como si los años fueran de lejía.
De esa mezcla emulsionada salimos nosotros, cinco hermanos de lo más variopintos. Mi hermano mayor, vaya uno a saber por qué, parece árabe, ojos penetrantes, nariz aguileña, frente amplia y cabello rizado (cuando existía, pues ahora ostenta una calvicie de lo más atractiva) Le sigue una hermana preciosa, nariz perfilada, pecas, unos ojos inmensos, sonrisa como mandada hacer. Castaña claro y cabello ceniza, se ayuda con Kolestone, vamos a estar claros, pero le queda de un bien que parece que hubiera nacido así. Al tercero, extrañamente, le decían “el catire”. Nunca entendí por qué, con ese cabello de pinchos rebeldes que crece hacia arriba, eso sí, tan “rana platanera” como mi madre. Yo soy trigueña, como mi padre y mi nariz que delata algún ancestro africano por ahí. Y mi hermana menor es pecosa y achinada, como si en algún momento los genes se hubieran vuelto locos y por generación espontánea hubiesen creado una sucursal asiática en la casa.
Así, los almuerzos en mi casa parecían más una convención de las Naciones Unidas que otra cosa. Claro que, jamás yo me dí cuenta de eso.
Para mí eran almuerzos y punto. Con el olor inenarrable de las caraotas negras de mi mamá y las tajadas de plátano frito que se hacían por kilos.
De chiquita nunca entendí por qué en el colegio de monjas un día una compañera me preguntó si mi papá era el chofer. Tampoco nunca supe por qué una noche no lo habían dejado entrar a un local nocturno muy de moda en los 80. Yo jamás me fijé en los colores de mi familia. Mi papá, mi mamá y mis hermanos siempre fueron eso: mi papá, mi mamá y mis hermanos.
Cuando yo era chiquita, pensaba que los colores los tenían las cosas, no la gente. No entendía por qué a algunos les decían negros si yo lo veía marrones, y a otros les decían blancos, si yo los veía a veces como anaranjados y otras como rosa pálido. Y menos entendía por qué para muchos adultos era mucho mejor ser “blanco” que ser “negro”. Una vez, mi papá se comió un semáforo y alguien le gritó “Negro tenías que ser”…yo me que dé estupefacta al descubrir que los blancos se comían los semáforos.
Así las cosas, comenzó en mi adolescencia una especie de fascinación por aquel lo de “los colores de la gente” “las etnias” las razas” y los asuntos que parecían importar tanto a la humanidad. Tanto, que hasta guerras entre países generaba. Tanto, que se mataba gente por asuntos de piel. De células. De genes. De melanina.
Yo, buscando vivencias reales y con lo enamoradiza que soy, tuve novios marrones, rosados, amarillos y hasta uno medio verdoso. Me casé con un italiano y tuve una hija que parece una actriz de Zefirelli. Y finalmente, me enamoré hasta los huesos de un marrón y me casé con él. Un marrón de esos que la gente llama negros.
Una tía abuela me dijo cuando me casé: “ni se te ocurra tener hijos con ese hombre, porque te van a salir negritos”. A mí no me cabía en la cabeza que a estas alturas de la historia universal alguien pudiera hacer un comentario como ese, pero mi tía tiene 84 años, y uno, a la gente de 84 años, le perdona todo. Hasta el racismo.
Como soy bien terca, salí embarazada de mi esposo marrón. El embarazo fue una montaña rusa total, así que cuando nació mi hijo sano con diez deditos en las manos y diez en los pies, un par de ojos, orejas, nariz, boca y gritos, yo estallaba de felicidad. Y cuando uno estalla de felicidad uno no escucha nada.
Pero resulta que han pasado cinco meses y aunque sigo felicísima, se me ha pasado la sordera. Y como soy tan bruta, no termino de entender como es que tanta gente y no sólo mi tía la de 84, me pregunta “¿y de qué color es el niño?” Sí, sí, así mismo, ¿de qué color es? Les importa muchísimo ese detalle a algunos, tal vez, a demasiados. Una amiga de España. Una antigua vecina. Una ex compañera del colegio. Una gente cualquiera que no tiene 84 años. Una gente que, que yo sepa, no pertenece al partido neo nazi ni milita en el Ku Klukz Klan, ni es aria, ni tiene esvásticas en la ropa. Una gente que se ofende si uno les dice racista. Llegan así, y lo primero que preguntan, antes de esas típicas preguntas de viejita “¿cuánto pesó? ¿cuánto midió? ¿lloró mucho?” es “¿Y de qué color es?
Y, la verdad, lo confieso a riesgo de quedar como una madre desnaturalizada, es que yo no me había fijado de qué color era mi hijo. Es que cuando nació mi hija, la italianita, nadie me preguntó eso.
Entonces no me pareció que fuese tan importante saberse el color del hijo. Yo me sabía la fecha de su primera sonrisa. Me sabía cuando le pusieron la triple, la fecha de su primera papilla. Sabía que tenía tres tipos de llanto, uno de hambre, uno de sueño, uno de ñoñera. Sabía que por las noches le gustaba quedarse dormida en mi pecho. Cosas, pues, intrascendentes. Igual ahora con mi bebé, ya me sé sus ojos de memoria, por ejemplo, a veces están a media asta y es que tiene sueño, pero lucha porque no quiere perderse nada, me sé sus saltos cuando quiere que lo cargue, la temperatura de su piel, el olor de su nuca.
Pero el domingo pasado, me encontré con una ex compañera que no veía desde mi preñes, y ¡¡¡¡zaz!!!! Me largó la pregunta “¿ya nació tu bebé? ¿y de qué color es?” Me agarró desprevenida y no supe qué responderle, pero me prometí a mí misma averiguarlo, porque si a tanta gente le interesa el dato, debe ser que es algo vital yo de mala madre, no he prestado atención a la epidermis de mis críos.
Así que, ante tanta curiosidad de la gente, me he puesto a detallar los colores de mi hijo. Y resulta que mi bebé es un camaleón, Sí, de verdad, cambia de colores. A las 5,30hs. de la mañana, cuando se despierta pidiendo comida es como rojo. Un rojo furioso y candelero.
Después se pone rosadito. Se ríe anaranjado. A veces pasa el día verde manzana. Y me provoca darle mordiscos por todos lados.
Cuando lo baño y chapotea con el agua, se vuelve plateado. Una cosa increíble. Cuando se le cierran los ojitos de sueño es amarillo pollito y provoca acunarlo y meterlo bajo las dos alas, acurrucadito.
Finalmente se duerme. Y, lo juro por Dios, se pone azul. Y brilla en la oscuridad.
Ese es mi hijo. Multicolor. Sé que va a ser un poco difícil llenarle la planilla del pasaporte, o contestarle a las ex compañeras de colegio cuando me pregunten de qué color es mi hijo. Pero es lo que hay. Lo juro. Mi hijo es color arco iris.

Indira Páez.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ave enjaulada

Tus pasos en el tiempo se pierden como huellas en las olas. Yo estoy aquí, como siempre esperándote, sentado en el umbral del fracaso.
El tiempo pasa, y tienes miedo. Ves correr el segundero y te preguntas cuando será el día que abrirás tus alas y volarás lejos del hogar. También puedes preguntarte si al fin te encontrarás con tu destino que te aguarda sigiloso detrás de unas rocas, en el camino.
Acaso tal vez te preguntes si tu vida es en vano. Yo te digo que no,
y te extiendo, eternamente, mi mano. Tómala, por siempre, como tomarías el agua en el desierto. Tómala, por siempre, como tomarías mi alma si llegases a perderla. Simplemente es mi mano, mi voluntad
la que en un instante tus alas abrirán y al fin podrás volar en libertad.

Antü.

domingo, 3 de octubre de 2010

Ventana sobre una mujer

Ventana sobre una mujer/1

Esa mujer es una casa secreta.
En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas.
En las noches de invierno, humea.
Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
Yo atravieso el hondo foso que la rodea. En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá. Muy suavemente golpeo la puerta, y espero.

Ventana sobre una mujer/2

La otra llave no gira en la puerta de calle.
La otra voz, cómica, desafinada, no canta desde la ducha.
En el baño no hay huellas de otros pies mojados.
Ningún olor caliente viene de la cocina.
Una manzana a medio comer, marcada por otros dientes, empieza a pudrirse sobre la mesa.
Un cigarrillo a medio fumar, muerto gusano de ceniza, tiñe el borde del cenicero.
Pienso que debería afeitarme. Pienso que debería vestirme. Pienso que debería.
Llueve agua sucia dentro de mí.

Ventana sobre una mujer/3

Nadie podrá matar aquel tiempo, nadie nunca podrá: ni siquiera nosotros. Digo: mientras estés, donde estés, o mientras esté yo.
Dice el almanaque que aquel tiempo, aquel tiempito, ya no es; pero esta noche mi cuerpo desnudo te está transpirando.

Eduardo Galeano.