Iba al café La Academia. ¿A qué iba? A ver a Castellanos, a Alonso, a seguir las eternas partidas de ajedrez. A ver lo de siempre. Porque todavía no había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y que nuestros pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignoraba todavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a la larga, trágica. Con Alonso jugaba un nuevo que se parecía a Emil Ludwig. Se Llamaba Max Steinberg. Puede parecer asombroso que gente desconocida y al parecer encontrada por azar, me llevara hasta alguien que había nacido en mi mismo pueblo, que pertenecía a una familia vinculada a la nuestra tan entrañablemente. Aquí deberíamos admitir uno de los axiomas maniáticos de Fernando: no hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que se busca, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro de nuestro corazón. Porque si no, ¿cómo el encuentro con una misma persona no produce en dos seres los mismos resultados? ¿Por qué a uno el encuentro con un revolucionario lo lleva a la revolución y al otro lo deja indiferente? Razón por la cual parece como que uno termina por encontrarse al final con las personas que debe encontrar, quedando así la casualidad reducida a límites muy modestos. De modo que esos encuentros que en la vida de cada uno nos parecen asombrosos, como el reencuentro mío con Fernando, no son otra cosa que la consecuencia de esas fuerzas desconocidas que nos aproximan a través de la multitud indiferente, como las limaduras de hierro se orientan a distancia hasta los polos de un poderoso imán; movimientos que constituirían motivo de asombro para las limaduras si tuviesen alguna conciencia de sus actos sin alcanzar a tener, empero, un conocimiento pleno y total de la realidad.
Así, marchamos un poco como sonámbulos, pero con la misma seguridad de los sonámbulos, hacia los seres que de algún modo son desde el comienzo nuestros destinatarios. Y he caído en estos pensamientos porque estaba a punto de decirle, hace un instante, que mi vida, hasta el encuentro con Carlos, había sido la de un estudiante cualquiera: con sus típicos problemas e ilusiones, con sus bromas en las aulas o en la pensión, con sus primeros amores y con sus audacias y timideces. Y ya antes de empezar a escribir esas palabras comprendí que no era del todo cierto, que iba a dar una idea equivocada de mi período anterior al encuentro, y que esa idea equivocada iba a ser sorprendente de lo que en verdad fue mi reencuentro con Fernando.
El asombro queda reducido y generalmente aniquilado cuando miramos más a fondo las circunstancias que rodearon al hecho aparentemente insólito. Y así, en definitiva, parece quedar relegado al mero mundo de las apariencias, como hijo de la miopía, la torpeza y la distracción.
Ernesto Sábato.