lunes, 13 de junio de 2011

Tragedia

María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante.¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder comprender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.

Vicente Huidobro.

miércoles, 1 de junio de 2011

Te recuerdo

Aunque no estés en mi mente todo el tiempo, aunque ni siquiera me quites el sueño, siempre que paso por nuestro lugar, te veo.
Tu rostro se enciende como el fuego sagrado que inunda todos los rincones de mi cuerpo y vuelven a mi tu mirada, tu risa y tu magia. Vuelven los recuerdos que nunca existieron, los besos que jamás te di. Vuelvo a hacerte el amor en mi mente, a recorrer los vertiginosos caminos de las utopías sin resolver y me conduce a pensar y recordar que no eres mía. Nunca lo fuiste ni lo serás en la realidad; pero si lo eres en mis recuerdos.
Y voy viajando, día tras día, y cada vez que paso por esa esquina, cada vez que te imagino caminando detrás de las paredes, suspiro y comienzo a recordar de nuevo.

Antü.

domingo, 15 de mayo de 2011

Soneto imitando una oda de safo

¡Feliz quien junto a ti por ti suspira,
quien oye el eco de tu voz sonora,
quien el halago de tu risa adora,
y el blando aroma de tu aliento aspira!
Ventura tanta, que envidioso admira
el querubín que en el empíreo mora,
el alma turba, al corazón devora,
y el torpe acento, al expresarla, espira.
Ante mis ojos desaparece el mundo,
y por mis venas circular ligero
el fuego siento del amor profundo.
Trémula, en vano resistirte quiero...
de ardiente llanto mi mejilla inundo...
¡delirio, gozo, te bendigo y muero!


Gertrudis Gómez de Avellaneda.

jueves, 14 de abril de 2011

Cleptómana de quimeras

Hoy me desperté, me senté sobre la cama desarreglada y por un instante no recordé nada. Sentí la vaga idea de no entender el lugar en donde estaba. Me quité las lagañas de los ojos y en ese preciso instante, llegaste vos. Invadiste cada rincón de mi conciente reviviendo los recuerdos de la noche, donde fuiste reina y señora de mi inconciente.
Estuviste jugando con mi ilusión y mi alegría durante toda la madrugada. En mis sueños me dejás ser quien quisiera ser en la realidad. Me permitís rescatarte del fuego de la soledad y me otorgás el maravilloso privilegio de mirarte a los ojos durante horas y horas, aunque los sueños duren apenas unos pocos minutos.
Sos tan real y tan transparente que, cuando interrumpo mi sueño, no puedo aclarar mi cabeza; no puedo dividir la realidad de la fantasía.
¡Qué triste es despertar! Darme cuenta que no es real, sino solo producto de mi imaginación. Sentirme el rey de los estúpidos al ser feliz con algo inexistente y creer que a vos te pasa lo mismo donde quiera que estés.

Antü

viernes, 8 de abril de 2011

Espantapájaros 8

Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.

Oliverio Girondo.

martes, 22 de marzo de 2011

El león mata mirando

El viejo Antonio cazó un león de montaña con su vieja chimba. Yo me había burlado de su arma días antes:
-De estas armas usaban cuando Hernán Cortés conquistó México -le dije.
Él se defendió: -Sí, pero ahora mira en manos de quién está.
Ahora estaba sacando los últimos tirones de carne de la piel, para curtirla. Me muestra orgulloso la piel. No tiene ningún agujero.
-En el mero ojo -me presume- es la única forma de que la piel no tenga señales de maltrato, -agrega.
-¿Y qué va hacer con la piel? -pregunto.
El viejo Antonio no me contesta, sigue raspando la piel del león con su machete, en silencio. Me siento a su lado y después de llenar la pipa, trato de prepararle un cigarrillo con doblador. Se lo tiendo sin palabras, él lo examina y lo deshace.
-Te falta -me dice mientras lo vuelve a forjar.
Nos sentamos a participar juntos en esa ceremonia del fumar. Entre chupada y chupada, el viejo Antonio va hilando la historia: El león es fuerte porque los otros animales son débiles. El león come la carne de otros porque los otros se dejan comer. El león no mata con las garras o con los colmillos.
El león mata mirando. Primero se acerca despacio… en silencio, porque tiene nubes en las patas y le matan el ruido. Después salta y le da un revolcón a la víctima, un manotazo que tira, más que por fuerza, por sorpresa.
Después la queda viendo. La mira a su presa. Así… (el viejo Antonio arruga el entrecejo y me clava los ojos negros). El pobre animalito que va a morir se queda viendo nomás, mira el león que lo mira. El animalito ya no se ve él mismo, mira lo que el león mira, mira la imagen del animalito en la mirada de león, mira que, en su mirarlo del león, es pequeño y débil. El animalito ni se pensaba si es pequeño y débil, era pues un animalito, ni grande ni pequeño, ni fuerte ni débil. Pero ahora mira en el mirarlo del león, mira el miedo.
Y, mirando que lo miran, el animalito se convence, él solo, de que es pequeño y débil. Y, en el miedo que mira que lo mira el león, tiene miedo. Y entonces el animalito ya no mira nada, se le entumen los huesos así como cuando nos agarra el agua en la montaña, en la noche, en el frío. Y entonces el animalito se rinde así nomás, se deja, y el león se lo zampa3 sin pena.
Así mata el león. Mata mirando. Pero hay un animalito que no hace así, que cuando lo topa el león no le hace caso y se sigue como si nada, y si el león lo manotea, él contesta con un zarpazo de sus manitas, que son chiquitas pero duele la sangre que sacan. Y este animalito no se deja del león porque no mira que lo miran… es ciego.
‘Topos’, le dicen a esos animalitos.
Parece que el viejo Antonio acabó de hablar.
Yo aventuro un: “sí, pero…”. El viejo Antonio no me deja continuar, sigue contando la historia mientras se forja otro cigarrillo. Lo hace lentamente, volteando a verme cada tanto para ver si estoy poniendo atención.
El topo se quedó ciego porque, en lugar de ver hacia fuera, se puso a mirarse el corazón, se trincó en mirar para dentro. Y nadie sabe por qué llegó en su cabeza del topo ese mirarse para dentro. Y ahí está de necio el topo en mirarse el corazón y entonces no se preocupa de fuertes o débiles, de grandes o pequeños, porque el corazón es el corazón y no se mide como se miden las cosas y los animales. Y eso de mirarse para dentro sólo lo podían hacer los dioses y entonces los dioses lo castigaron al topo y ya no lo dejaron mirar pa’ fuera y además lo condenaron a vivir y caminar bajo la tierra. Y por eso el topo vive abajo de la tierra, porque lo castigaron los dioses. Y el topo ni pena tuvo porque siguió mirándose por dentro. Y por eso el topo no lo tiene miedo al león. Y tampoco lo tiene miedo al león el hombre que sabe mirarse el corazón. Porque el hombre que sabe mirarse el corazón no ve la fuerza del león, ve la fuerza de su corazón y entonces lo mira al león y el león lo mira que lo mira el hombre y el león mira, en el mirarlo del hombre, que es sólo un león y el león se mira que lo miran y tiene miedo y se corre.
-“¿Y usted se miró el corazón para matar a este león?" interrumpo. Él contesta:
-“¿Yo? N’hombre, yo mire la puntería de la chimba y el ojo del león y ahí nomás disparé…. del corazón ni me acordé…”.
Yo me rasco la cabeza como, según aprendí, hacen aquí cada vez que no entienden algo.
El viejo Antonio se incorpora lentamente, toma la piel y la examina con detenimiento. Después la enrolla y me la entrega.
-“Toma” - me dice - “te la regalo para que nunca olvides que al león y al miedo se les mata sabiendo a dónde mirar…“
El viejo Antonio da media vuelta y se mete a su champa. En el lenguaje del viejo Antonio eso quiere decir: -“Ya acabé. Adiós”. - Yo metí en una bolsa de nylon la piel del león y me fui…

Subcomandante Marcos.

martes, 8 de marzo de 2011

Si Dios fuera una mujer

¿Y si Dios fuera mujer?
pregunta Juan sin inmutarse,
vaya, vaya si Dios fuera mujer
es posible que agnósticos y ateos
no dijéramos no con la cabeza
y dijéramos sí con las entrañas.

Tal vez nos acercáramos a su divina desnudez
para besar sus pies no de bronce,
su pubis no de piedra,
sus pechos no de mármol,
sus labios no de yeso.

Si Dios fuera mujer la abrazaríamos
para arrancarla de su lontananza
y no habría que jurar
hasta que la muerte nos separe
ya que sería inmortal por antonomasia
y en vez de transmitirnos SIDA o pánico
nos contagiaría su inmortalidad.

Si Dios fuera mujer no se instalaría
lejana en el reino de los cielos,
sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno,
con sus brazos no cerrados,
su rosa no de plástico
y su amor no de ángeles.

Ay Dios mío, Dios mío
si hasta siempre y desde siempre
fueras una mujer
qué lindo escándalo sería,
qué venturosa, espléndida, imposible,
prodigiosa blasfemia.

Mario Benedetti.